9 de octubre de 2017

El Monarca del Sol

El Monarca del Sol.

Me había perdido del grupo de excursión desde hacía casi una hora. El sol se encontraba ya en su punto más alto cuando la fatiga y el cansancio me vencieron, y caí rendido sobre el césped. Cuando desperté, distinguí una silueta borroneada que me observaba a contraluz desde un pequeño montículo de piedra. Cuando me logré poner de pie volví a mirar, pero esta ya había desaparecido. Fue la primera vez que vi al Monarca del Sol. 

 El Monarca del Sol vivía sólo en el bosque y sólo se alimentaba de lo que podía cazar. Se había construido una pequeña choza con algunos troncos, palos y ramas que pudo reunir. Su edad no la podía saber, pero es fácil que fuera mi abuelo. Su tez, algo morena, estaba agrietada y curtida por la exposición constante al sol, y sus manos callosas y sucias, reflejaban el enorme esfuerzo que significa sobrevivir en medio de la naturaleza. 

 —Con unos cuantos arreglos, usted fácilmente podría ser el monarca de un país –le dije un día mientras trepábamos un cerro—. Sus ojos verde agua y su gran estatura, sumados a su fortaleza física cumplen a cabalidad con los aires de un mandatario. 

 —El viejo se detuvo y volteando hacia mi me respondió sonriendo: 

Un monarca no se mide por su apariencia física ni su color de ojos. Un monarca ni siquiera tiene que ser conocido como tal. Si se tratara de ser un monarca, sólo podría ser el del bosque, o del río que me da de beber, o el de mi choza, o de Ókupus. Y ni siquiera me siento con capacidad para gobernarlos a ellos. 

—Yo creo que usted debería ser el Monarca del Sol. Ese día que usted me cuidó cuando me encontró desmayado en el suelo, al despertarme y ver que el sol estaba detrás de usted, como si su cabeza le hiciera un eclipse, me dio la sensación de que era una especie de Dios, un rey, el Monarca del sol. 

 El viejo se echó a reír y siguió escalando el cerro. 

 El Monarca del Sol se ayudaba al andar con una vara gruesa e intrincada que sobrepasaba su propia estatura. Era una especie de báculo, pero era de una madera extraña. Por más que busqué el árbol del cual había la sacado, no lo pude hallar. Sus harapos, al contrario de lo que se pudiera creer, no estaban sucios, pero sí que eran bastante oscuros. Quizás se daba el tiempo de lavarlos periódicamente en el río Jairo, que bajaba serpenteando por los valles y que pasaba justo detrás de su choza. 

 —¿Por qué me volviste a buscar? –me preguntó el Monarca un día que pescábamos en el río. 

—No lo sé. Como sabe, no tengo amigos y soy huérfano. En el hogar de niños me tratan muy mal. Quizás por eso lo busqué. Tal vez quería ser su amigo. No lo sé. 

 El viejo siguió pescando concentradamente como si algo estuviera pensando. Miraba el agua agitarse al chocar contra las piedras, con la cabeza gacha, y los hombros caídos. 

 —¿Somos amigos Monarca? El Monarca me miró con esos dos lagos quietos y profundos. 
 —No quiero hacerte daño. Somos muy distintos. Tu eres un niño y yo soy un viejo. He decidido vivir alejado del mundo porque algún día viví en él y sé lo que se siente herir a las personas que amas. He decidido privarme de sentir emoción por otro ser humano porque tarde o temprano quebraré su corazón y eso me dolería demasiado. 

 Por los verdes ojos del Monarca, brotaron gruesas lágrimas que rodaron por su endurecido rostro y se perdieron en el torrente del río. Esa tarde no pescamos nada y tampoco dijimos más palabras durante el resto de la jornada. Cuando me devolví al hogar, la señora Madarlaga me esperaba enfurecida por haber llegado más tarde de lo debía. Sólo nos dejaban ir a las quebradas dos veces a la semana y no podíamos llegar después de que cayera la noche. 

 El pasado del Monarca era un misterio. El Monarca nunca hablaba de su pasado. Yo tampoco quería preguntarle nada por el enorme respeto que le tenía. Cuando el Monarca se iba de cacería, yo me quedaba jugando con un mapache que tenía de mascota, de nombre Ókupus, y que era bastante ágil trepando árboles y atrapando bellotas. Cuando el Monarca volvía, disfrutábamos de una comida hecha en base a conejo, pescado o algún zorro, los que eran cazados con una lanza hecha de madera con punta de piedra. El Monarca tenía un brazo muy fuerte y además poseía una excelente puntería.

Con el Monarca solíamos correr mucho, y al principio llegué a subestimarlo por la edad, pero resultó ser un rápido atleta y al final me ganaba todas las carreras a través de la pradera. Solía decirme que disfrutara de la naturaleza, pues al final era lo único que nos quedaba. 

 —Todo lo material que puedas llegar a tener en tu vida lo vas a perder algún día, pero siempre, incluso cuando mueres, vuelves a formar parte de la tierra. 

 Su larga y canosa cabellera se mecía con el viento cuando este corría muy fuerte y alzaba su báculo al cielo con las manos extendidas y cerrando los ojos lloraba mientras reía. 
Un día el Monarca me dijo: 

 —Quiero que sepas que no nos queda mucho tiempo de vernos ya que pronto tendré que marchar. 
—¡Te vas a ir! Pero adonde irás, si este bosque es tu reino —repliqué angustiado. 
 —Tú mismo dijiste un día que mi monarquía estaba en el sol y no en el bosque. Al parecer tenías razón. Pronto partiré y no nos veremos más. Es algo que debes asumir. 

 No escuché más y salí corriendo. Mis lágrimas iban quedando atrás sobre la tierra y las horas del bosque, quizás alguna se perdió también en el torrente del río como le pasó al Monarca ese día. Tal vez nunca lo quiso aceptar, pero en realidad éramos amigos. O tal vez el Monarca tenía razón y al fin y al cabo terminaba haciéndole daño a la gente que él quería..........que él quería. Eso quería decir que sí me quería. 

 Esa noche no pude dormir. Me daba vueltas y vueltas en mi cama, pero el recuerdo del Monarca giraba también en mi cabeza. Pese a ser una noche de invierno, con un frío congelante que se paseaba por el ambiente, yo no sentía nada. De pronto me sobresaltó un rasquetear en la ventana. Pensé que era parte de una alucinación de insomnio, pero el ruido continuó. Parecía que golpeaban la ventana de mi cuarto. Encendí la luz de mi lámpara y fui a mirar. No había nadie en un primer vistazo, pero observé mejor y ahí estaba. Era Ókupus. Abrí la ventana y lo tomé entre mis brazos. Tiritaba y gruñía como tratando de decirme algo. Mi corazón se aceleró y pensé que algo le había ocurrido al Monarca. Acostumbrado con mis compañeros a efectuar sendas fugas nocturnas, no me fue difícil vestirme rápido y salir del hogar con Ókupus en mis brazos. Con la prisa se me olvidó llevar una linterna, pero ya me sabía de memoria el camino a la choza del Monarca. Cuando llegué, el Monarca estaba tendido en un borde sobre unas hojas de palma. Su mirada era vaga y un sudor seco corría por su cara. Me acerqué rápidamente y arrodillándome su lado lo abracé. 

—No me queda mucho tiempo, finalmente moriré. Conoceré el sol del que seré Monarca, un sol más allá de este universo. Un sol que me dará el calor que el sol de este mundo no me pudo brindar.  
—Monarca, yo no quiero que te mueras—. Las lágrimas de mis ojos inundaban mi mejillas por completo. 
—Te protegeré desde donde me encuentre, ten la seguridad de que velaré por cada cosa que hagas querido amigo. 

 Cuando me llamó «amigo» desahogó su llanto contenido, y junto con él lloré hasta que perdí el sentido. Cuando desperté el Monarca ya no estaba. 

Hasta el día de hoy es para mí un misterio su desaparición. Recuerdo que salí a buscarlo por todo el bosque, pero no hallé rastro de él. Me detuve en una loma y con Ókupus en mi hombro me senté y descansé. Miré hacia el sol, haciéndome sombrilla con la palma de mi mano y me pareció ver la silueta del Monarca con su báculo caminando sobre el astro rey. 

 Han pasado treinta años desde entonces. Cuando salí del hogar, estudié publicidad y me casé con una compañera con la cual tenemos dos hijos. Hoy estoy de vuelta en el lugar donde estaba el hogar. Del hogar solo queda un edificio viejo y abandonado. Pareciera que la soledad lo hubiera devorado. Quizás la muerte del viejo le quitó vida al bosque. Al recorrerlo encuentro unos palos amontonados carcomidos por la humedad y la selva. Seguramente lo único que queda de la choza. “Ókupus VI”, me señala algo que se esconde detrás de unas plantas. Es una vara larga. El bastón del Monarca. Voy corriendo con ella y me subo a la loma que se solía subir el viejo y alzo las manos al cielo cerrando mis ojos. Cuando los abro me parece ver allá en el cielo, los ojos claros, la sonrisa amplia del Monarca del sol.

Javo, 2001.

6 de noviembre de 2014

Seres indefensos versus seres indiferentes

Hoy en la mañana cuando caminaba hacia mi trabajo me sucedió algo que me conmovió muy profundamente. Iba andando rápido -como casi siempre ando- cuando de pronto en medio de mi camino en una calle peatonal había una paloma en el cemento. Esto sucedió en una calle lateral de la Plaza de Armas de mi ciudad, lugar en que por lo general siempre hay muchísimas palomas. Esta paloma estaba muy mal herida. Tenía sus alas muy abiertas, como en posición de querer emprender el vuelo, y con sus patitas trataba de caminar apenas, intentaba impulsarse creo yo. Pero sólo lograba avanzar pocos centímetros. La gente que pasaba la miraba pero hacía un rodeo y debo confesar -aunque me de verguenza- que yo también lo hice. Sin embargo, apenas la pasé, y sin llevar más de diez pasos de ese suceso, miles de pensamientos comenzaron a martillearme la cabeza. Sentí una angustia y me detuve. Pensé en cinco segundos que no me sentía coherente con mi actuar. Una vez había visto un video muy terrible cuyos detalles no relataré ahora en donde en situación parecida -pero mucho más grave- la gente pasaba de largo haciendo el mismo rodeo. Siempre mi pensamiento fue el de repudiar tal conducta, y resulta que yo lo estaba replicando tal cual, aunque fuera con una sencilla palomita, eso no me hacía sentido ni en mi cabeza ni en mi corazón. Esa parábola bíblica del "buen samaritano" también se me vino a la cabeza, aunque ya los sentimientos de culpa religiosos no surten en mi el mismo efecto que hace 20 años atrás. Me devolví pues, y cuando llegué a donde estaba la paloma pude ver que habían unas plumas esparcidas a pocos centímetros de ella y la paloma ya no parecía moverse. En su cabecita tenía una herida que sangraba todavía. Era obvio que alguien -maldito desquiciado- le había agredido, quizás con una fuerte patada en la cabeza, malográndola en seguida. La tomé con mis dos manos y pude sentir su último fulgor, su párpado semicerrado me miró para luego cerrarse y dejar de vivir. Junto al lugar había una especie pequeño jardín con plantas que se alzaba sobre la calle peatonal, y atiné a dejarla suavemente allí, para que al menos no quedara ahí abandonada a la suerte de esos seres indiferentes que somos los humanos. He estado pensando en esto todo el día y he quedado muy apenado. No creo que lo hubiera merecido.

11 de octubre de 2014

Proyecto de Tren Instantáneo entre Santiago y Puerto Montt



La locomotora del tren instantáneo
está en el lugar de destino (Pto. Montt)
y el último carro en el punto de partida (Stgo.)

la ventaja que presenta este tipo de tren
consiste en que el viajero llega
instantáneamente a Puerto Montt en el
momento mismo de abordar el último carro
en Santiago

lo único que debe hacer a continuación
es trasladarse con sus maletas
por el interior del tren
hasta llegar al primer carro

una vez realizada esta operación
el viajero puede proceder a abandonar
el tren instantáneo
que ha permanecido inmóvil
durante todo el trayecto

Observación: este tipo de tren (directo)
sirve sólo para viajes de ida.

Nicanor Parra.


21 de abril de 2014

Microcuentos

Los siguientes son tres relatos muy cortos, aspirantes en algún momento de alguna mención en ya ni me acuerdo qué versión del concurso literario "Santiago en 100 palabras".


Generaciones


Jeremías, con ojos vidriosos contemplando los viejos abedules que su abuelo y él plantaran cuando niño, bajo un sol naranja parecido al de esa tarde, le dijo a su padre que lo amaba demasiado. Muchos años después, cuando le tocó a él ser dejado por su hijo en ese asilo, le dejó semillas de esas mismas a sus nietos, con la esperanza que ellos pudieran terminar lo que empezaron. 





Culpa



Después de dos semanas discutiendo y en un mensaje más corto que cuento del santiago en cien palabras, me dices que ya no nos sigamos queriendo. Que hay algo que siempre está faltando. Que de seguro son culpas compartidas. Consternado, me levanto de mi silla, me dirijo al dormitorio, te quito el laptop de las manos y te abrazo fuertemente pidiéndote perdón.





La bala loca


Con un propósito ajeno a mi entender, te despediste de tu cámara de chispas y sordera para nunca más volver, con esa locura ilógica y perversa que me ha quitado un pedazo de mi vida, un trocito de mi ser, en fin, la prístina esencia de mi alma.